30 octubre 2009

El silencio.

No había dolor: sabía que moriría, mas no estaba asustada.

Algo viscoso y tibio cubría mi pecho, sentía cómo me recorría y me reconfortaba. Eran como aquellas caricias que te dan consuelo en los momentos más desoladores.

Alrededor estaban los demás, aunque no los podía ver con claridad, todo era un gran rompecabezas sin armar: una mochila verde a un lado, un par de pies, algunas piernas, rostros de agonía y dolor dispersos.

Por más que intentaba recordar lo sucedido no podía, la confusión se había apoderado de mi mente. Diferentes escenas sin lógica invadía mi cabeza. Unos brazos rodeándome. Armas. Personas corriendo asustadas. El deseo de no estar allí.

El silencio.

Cuánta tristeza sentía al saber que ellos no sobrevivirían, deseaba que todo fuera temporal, que pudieran levantarse del piso como si nada hubiera pasado, y que aquello en el asfalto fueran sólo los rayos del sol crepuscular, tiñéndolo de rojo. Ellos regresando a casa, con la gente que los esperaba y los amaba. Yo sólo deseaba no sentir dolor: quería morir y no saber más de lo que sucedía.

Un momento de lucidez llegó cuando sentí su calor, su cuerpo. Allí estaba, junto a mí. Aquella sonrisa que tantas veces terminó con mi malhumor, se había ido. Esos profundos ojos verdes miraban al infinito sin ver nada. Quise sentir su cuerpo por última vez: me aferré a él con el deseo de quedarme así la eternidad.

Poco a poco la calma llegó. Después de los gritos, los insultos y los disparos con que aquellos represores terminaron con lo que siempre quiso ser una manifestación pacífica de nuestra inconformidad.

…Y me quedé soñando por siempre a su lado.

L.W.O

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