14 octubre 2011

Trapecista

Sabía que no era posible hacerlo de otra manera, debía disfrazarse para escuchar cada palabra que se pronunciara en el salón prohibido.
–Si te descubren se acaba todo –susurró su compañera mientras caminaban apresuradamente por aquel pasillo desierto, sólo los muros grises las observaban.
El silencio lastimaba los oídos, ni el sonido de los tacones que las mujeres usaban era perceptible, una vieja y ordinaria alfombra naranja ahogaba sus pisadas.
Mezclarse, escuchar y encontrar a la persona correcta eran las indicaciones. Ser discretas, la regla.
De reojo la observaba: su mirada vacía, buscando siempre el punto más lejano sobre el horizonte; su rostro inexpresivo, sin rastro de sentimiento alguno, una máscara impenetrable que todos llamaban seguridad. No era humana, hacía mucho que decidió dejar de serlo. Ninguna pasión habitaba en ella, sus acciones habían sido programadas por un complejo sistema de valores que adoptó en otra vida.
–No puedes entrar así –a unos metros de llegar a la sala su gélida voz rompió el silencio. Su mano rozó el hombro de la chica y todo cambió.
El peso de la gabardina negra que hasta hacía unos segundos la cubría desapareció. Aunque se sentía más ligera sus pasos eran torpes y cortos, y experimentaba un repentino mareo.  De momento, pensó que aquella sensación era resultado de la adrenalina y los nervios, pero al ver tan de cerca aquel piso anaranjado supo que era algo más. Una sensación de impotencia germinó en su pecho y, en segundos, invadió todo su cuerpo: la inmensidad de ese lugar la hacía sentirse insignificante.
Vio algo a su lado. Algo que le era familiar y ajeno a la vez. Reconoció el par de zapatos negros, altos, mucho más altos de lo que recordaba: la mujer que la acompañaba había crecido descomunalmente. Miró hacia arriba, pero no alcanzó a ver su rostro. Bajó la mirada y descubrió otra piel, otro cuerpo.
Un cuerpo compacto y suave, de un tacto dulce que la trasladaron a su infancia, a su sexto cumpleaños, cuando la abuela la llevó a elegir su regalo a la juguetería del barrio. El ordinario oso de peluche por el que se decidió la hacía sentirse especial cuando lo abrazaba, su calidez la inundaban. Esa sensación estaba presente y le regaló una sonrisa interna. El temor se disipó.
Vio que sus manos habían desaparecido, ahora poseía unas patas de color plomizo con buenos augurios. Su corazón se aceleró más de la cuenta: ése tampoco le pertenecía, y él lo sabía porque buscaba la manera de escapar de su cuerpo.
Avanzó unos centímetros: un salto. Un metro: tres saltos. Otro más. Cuatro, cinco, seis, siete, ocho saltos…
Avanzó hasta encontrar el ritmo adecuado para desplazarse y halló su reflejo en un muro: sus ojos de mirada vivaz, una nariz ingobernable que no dejaba de moverse, largas antenas de pelo que decoraban los costados de su cara y aquellas inmensas orejas que sobresalían de su cabeza, y que le permitían escuchar mejor que en toda su vida, confirmaban sus sospechas: era un conejo. Cuál era el objetivo de la transformación: lo desconocía completamente, pero empezaba a disfrutarlo.
Unos pasos cerca de ella la expulsaron de sus pensamientos: la mujer que la acompañaba estaba por desaparecer tras la puerta del salón prohibido. Emprendió la carrera tras ella.
Su mundo se volvió un universos de zapatos, pies y espacios debajo de muebles. Su tarea principal: huir de la muerte bajo un zapato.
Debía cumplir con su misión: mezclarse, escuchar y encontrar a la persona correcta. En su intento por hacerlo descubrió un nuevo placer: saltar. Saltar tan alto y tan lejos como su nueva anatomía se lo permitiera.
Pero olvidó su tarea.
Saltó tanto que cayó sobre una barra que se columpiaba sobre las cabezas de quienes estaban en ese lugar. El bullicio ambientaba el acto temerario en el que terminó. Debía soltarse de ahí y continuar su camino, cumplir con su deber. Aquellas dos patas de pelusa gris no eran tan frágiles como aparentaban, se asían tan bien del trapecio que soltarse sería casi imposible.
La chica conejo sopesó su cuerpo nuevo pendiendo en las alturas. Se columpió una, dos, tres veces. Sonrió y se soltó. Mientras caía descubrió cuán fácil era dar giros mortales en el aire cuando se contaba con la suficiente fuerza y altura. Aunque el cuerpo que vistieras no te perteneciera.
Cayó, las suaves patas de la chica amortiguaron el impacto. Volteó a su alrededor y brincó para esquivar los paso de un hombre. Continuó su marcha: debía mezclarse, escuchar y encontrar a la persona correcta.
LWO